septiembre 21, 2001
Entre lo mejor a lo peor

El País de España
Ángel Fernández-Santos

No es nuevo -está en los detestables epílogos llorones de las magníficas La lista de Schindler y Salvar al soldado Ryan- que Steven Spielberg remate de manera lacrimógena, al borde del baño de cursilería, como hace en Inteligencia Artificial, el recio y grave desarrollo de una aventura poética trazada con rigor y vigor de tragedia. Este apasionante pero quebrado filme -procedente de un proyecto frustrado de Stanley Kubrick inspirado en el cuento de Brian Aldiss A. I.- es, desde su arranque hasta el giro en busca de humedades lacrimógenas del episodio final, una metáfora de altos vuelos sobre la soledad que envuelve la existencia sin muerte de un niño artificial, un pequeño muñeco robot al que una de sus articulaciones mecánicas otorga conciencia y capacidad de amor y dolor humanos.

No hay coraje moral y artístico en resolver -por bonitas que sean las estampitas pasteleras en que su azúcar se disuelve- en clave de folletín un originalísimo despliegue previo de una de las constantes trágicas más severas y medulares, más turbadoras y persistentes, que alimentan al drama y la narración contemporáneas, la terca carcoma de la orfandad. Y en el caso de Inteligencia Artificial hay que hablar del ámbito de esta carcoma llevado a sus confines extremos, a la orfandad absoluta o, si se quiere, al acorde del vacío de identidad que deja, cada vez con mayor presión de desesperanza, en la conciencia de los pobladores de este tiempo, el sentimiento de ser presas del signo del abandono del creador a la criatura, del trágico vacío -que acarrea la intromisión de la nada en una zona médular de la identidad- que el abandono del padre deja impreso en la conciencia del hijo, de todo hijo, de todo hombre.

Baja el listón

No se entiende por qué Spielberg, que ha elaborado escenas de elevada autoexigencia y refinado ingenio en los dos primeros tramos del itinerario de esta audaz aventura interior, una genuina introspección trágica contemporánea, baja el listón en el tercer y último tramo y hace en él un melo brillante pero de estirpe conservadora, resultón, blando y en definitiva cobarde, pues se ampara en la coartada de la resultonería de un fascinante decorado -el Manhattan del tercer milenio, sumergido en el Atlántico y que acaba decepcionando- para meter en la pantalla mercancía poética pobre y averiada.

Hay genio en la escena donde el pequeño robot -al que hace vivir el portentoso actor niño Haley Joel Osment- observa la vida de sus padres adoptivos y estalla la severa ironía de su mente lógica al desvelar el absurdo de su dramática comicidad. Hay precisión y virtuosismo en este y otros instantes del desarrollo del filme, como el prodigio de transición dramática -un elegante, sutilísimo ejercicio de transfiguración- que se mueve dentro de la escena en que el niño robot experimenta, al oír a la madre adoptiva las palabras programadas para provocar su mutación interior, las primeras sensaciónes y emociones de un ser humano: sorprendente, casi turbadora metáfora del enigma del parto desde el despertar o el emerger del niño.

Es esto Cine, con mayúscula. Y lo es la introducción, en la esponja de la pantalla de esa zona de Inteligencia Artificial, del mito casero del niño de palo, Pinocho, que se cuela en la imagen a través de la escena del osito de peluche, seguida de la escena de la lectura, y que luego se ramifica en otras de la zona central de la aventura. Reaparece ahí el Cine de genio, que desata el golpe de otro prodigio en la estremecedora escena -puro zumo de tragedia- del abandono a su suerte de la criatura mecánica, ya convertida interiormente en hijo, por el creador desencadenador de una orfandad sin tregua, sin muerte.

La inteligencia artística que despiden las zonas de arranque y despliegue de la aventura de este trágico Pinocho es tan rica y elevada que desvela, por choque y cotejo, sin margen de error, la condición ramplona del ternurista y aparatoso happy end que Spielberg monta entre las flotaciones de un apocalipsis de color rosa y cartón piedra digital. Y se hace evidente que tan generosa riada de Cine mayúsculo no se merece naufragar en las estampitas de un melo oceánico situado muy por debajo de una tierra firme narrativa que necesitaba hasta el final seguir ascendiendo y Spielberg no le deja subir.

http://www.elpais.es/articulo.html?d_date=20010921&xref=20010921elpepicin_6&type=Tes&anchor=elpepiesp